Luis Alberto García / Moscú, Rusia
*El determinismo y las preocupaciones del zarismo.
* La autocracia de tres siglos fue encarnada por 21 monarcas.
* El primero fue Mijaíl Fiódorovich Romanov y el último Nicolás II.
* Pobreza, despotismo y represión, las razones del alzamiento de 1905.
* Lev D. Trotski participó en la huelga general contra la corona.
* “¡La Revolución ha llegado!”, su exclamación en las fábricas Putílov.
La naturaleza de la administración de Nicolás II de Rusia -último zar de la dinastía Romanov fundada en 1613-, heredero de Alejandro III, Alejandro II, Nicolás I, Alejandro I, Pablo I, Catalina la Grande y trece antepasados más, se ajustaba al determinismo y a preocupaciones bien fundadas.
Esa monarquía de 21 soberanos –de los cuales seis fueron mujeres- tuvo como prioridad el mantener unido a su imperio, sostenido desde un principio por la represión, la intolerancia, una burocracia parasitaria y una jerarquía centralizada, cuyo eje la autocracia coronado.
Más de la mitad del territorio de Rusia –más de 22 millones de kilómetros cuadrados-, incluidas las regiones más lejanas del norte y el oriente –Siberia, la península de Kamchatka y la isla de Sajalín- desde 1904 estaban bajo diferentes formas de protección.
Toda oposición o protesta contra el régimen zarista –real o imaginaria- era justificación suficiente para invocar una legislación extremadamente represiva, aplicada sin pretextos por fuerzas policiacas y militares que, por lo regular, obedecían a los intereses de la nobleza terrateniente.
O si no a los intereses económicos turbios de sujetos que argumentaban estar emparentados con la familia imperial, la cual invariablemente contaba con miles de hombres y mujeres atados a un régimen de servidumbre que fue abolido hasta 1861 por Alejandro II.
El ministerio del Interior, del cual se encargó sin asumirlo formalmente durante dos años el conde Serguei Yuliévich Witte –Primer Ministro en 1905 y 1906, y al parecer el único funcionario pensante del gabinete de Nicolás II-, controlaba los diferentes cuerpos de policía, con la Okhrana como unidad de espionaje, antecesora de la GPU y el NKVD posteriores a 1917.
La misión de esos escuadrones represivos disfrazados de civil era descubrir, perseguir, detener, castigar y, de ser preciso, torturar, desaparecer y matar a todos los críticos, del zarismo primero, de los bolcheviques después.
En esas circunstancias no había otra salida que la rebelión de las masas, y es cuando la historia recoge y resume el pensamiento de Lev Davídovich Trotski, quien aliándose con Vladímir Ilich Uliánov –Lenin- fusionaron a los revolucionarios y revirtieron una situación intolerable.
“Nicolás II –escribió Trotski al analizar los motivos de la Revolución rusa de 1905- no solamente heredó de sus antepasados un vasto imperio, sino también una revolución, y aquellos no le transmitieron ni una sola de sus cualidades para gobernarlo, ni tan solo una provincia o un distrito”.
En su crítica a la tricentenaria dinastía Romanov y a Nicolás II, su último representante, les decía indiferentes, sordos al progreso de la historia, cuyas olas estaban cada vez más cerca de las puertas de sus palacios: “Se podría asegurar que, entre su mentalidad y su tiempo, se había erigido una muralla de temor absolutamente impenetrable”.
En otras palabras, las autoridades no se habían dado cuenta de la fuerza del sentimiento popular ni de la situación explosiva que se estaba creando, permaneciendo sordas a las exigencias de una incontable legión de trabajadores empobrecidos de las ciudades y del campo que, según la teoría de Karl Marx, no tenían nada que perder excepto sus cadenas.
Era una legión de miserables, humillados y ofendidos que, reflexionó Trotski, reunía en ciudades y aldeas diez millones de seres humanos quienes, con sus familias, sumaban 25 millones en 1905, cifra demasiado numerosa para despreciarla, como lo hacían Nicolás II, su madre María Fiodorovna, Serguei Yuliévich Witte, sus militares y cortesanos logreros, acomodaticios y oportunistas.
Para Trotski, el 9 de enero de 1905, el Domingo Sangriento o Domingo Rojo, la marcha convocada por Gueorgui Gapón fue la anulación de las ilusiones puestas en el zar, lo que provocó las reacciones de la policía de Dimitri Trépov, única prueba que faltaba para que los habitantes pobres de las ciudades rusas se convirtieran en una verdadera fuerza popular.
Encendido y herido por la represión y la violencia instrumentadas por la monarquía, sus cómplices y prosélitos, Lev Davídovich exclamó: “¡La Revolución ha legado!, y un primer paso de ellas ha hecho subir al pueblo muchos peldaños, sobre los cuales, en tiempo de paz, habría tenido que arrastrarse con fatiga”.
En el apogeo de la huelga general de ese año, el sóviet de San Petersburgo contó en uno de sus mítines con 562 delegados que representaban a la mayor parte de los establecimientos industriales, incluidas las fábricas Putílov –en donde Trotski hizo su proclama- en las que trabajaban 150 mil obreros en diferentes turnos y en condiciones ignominiosas.
Esa fue una tribuna magnífica para oradores tan radicales, potentes y elocuentes, entre los cuales el verbo y la fogosidad más efectivos fueron los de Trotski, vuelto clandestinamente a Rusia, para empezar a publicar un boletín oficial que se llamó Noticias (Izvestia en ruso), precursor del periódico que, hasta le fecha, es vocero del Kremlin.
Este grave periodo, que duró hasta noviembre de 1905, llevó la marea de la agitación a su máxima altura y este estado de cosas es lo que se dio por llamar la primera Revolución rusa, prolegómeno de lo que vendría en los siguientes doce años, no obstante los esfuerzos inútiles y desesperados que hizo Serguei Yuliévich Witte para intentar salvar al zarismo.
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