Por Mouris Salloum George
México es un país de enormes desigualdades sociales y al mismo tiempo de irreconciliables contradicciones entre sectores; el arte de gobernar para nosotros es un artículo de lujo, si es que los hay. Cuando se promulgó la Ley para la Protección a los Jóvenes, todas esas diferencias salieron a flote. Muchos argumentaron que no había necesidad de legislar al respecto, toda vez que sus derechos y prerrogativas ya se encontraban en las leyes vigentes. Muchos contestaron que los objetivos de la ley mencionada iban más allá de las exquisiteces de las leyes perfectas.
Dijeron de inmediato que era muy fácil escribir en blanco y negro los derechos con exigencias sobre el papel de los códigos y normas. Eso es cómodo —dijeron— lo importante es hacerlos cumplir, porque para hacer esos derechos posibles, sustentables y duraderos, se requería organización en grandes cantidades, información y mucha voluntad en su ejecución. Que quienes criticaban que se apoyara a los jóvenes, en base a sus derechos constitucionales, no ofrecían alternativa alguna. Sugirieron promover más y mejores planes de estudio, atender sus necesidades formativas de cultura y bienestar, impulsar más centros de capacitación, programas novedosos para el estudio y tratamiento de las emociones, de la salud reproductiva, de las necesidades de empleo y desarrollo profesional, más un largo etcétera. Una enorme caudal de pendientes, propios de los establos de Augias. Todo, para responder a los criticones.
La ley estaba dirigida a los jóvenes entre los doce y veintinueve años y tenía que ver con la salvaguarda de sectores prioritarios y franjas vulnerables, pues de acuerdo a sus autores se había comprobado que no bastaba que los derechos y garantías estuvieran consagrados a nivel constitucional para que fueran una realidad, comprobada en la práctica cotidiana.
No cabe duda: estamos inmersos en una crisis de valores y de ética gubernamental. Por todos lados vemos que triunfa sobre la razón el poder del más fuerte, del mejor posicionado. Para revertir esa realidad, las salvaguardas tienen que hacerse con imaginación, con oficio político y con emoción social. Pero aún debe reflexionarse cómo se abordan las elevadas tasas de desempleo que los jóvenes confrontan, las condiciones endebles de contratación y de trabajo contra las que tienen que luchar cotidianamente para abrir su futuro. Lograr que participen más y mejor en los procesos de toma de decisiones de la autopista sobre su condición; mejorar las condiciones de empleo, pobreza, hambre, medio ambiente, drogas y la tentación de la delincuencia, son los propósitos que deben empujar hacia adelante.
Borrar para siempre esos rostros sin destino que muchas veces observamos en nuestras calles, por otros de esperanza en el futuro. Impedir las atrocidades y vejaciones que cometen poderosos sin escrúpulos, proteger gratuitamente los derechos sexuales de la juventud, sus orientaciones y preferencias, apartándolos de la indiferencia, la discriminación, la intolerancia en un país donde estas cuestiones se intentan, está salvado de antemano y lo malo es un país donde todo se destruye. Ahí sí no hay remedio posible. Al tiempo.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.
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