Por Mouris Salloum George
Rudolph Giuliani enseñó por fin las fauces; no fue el autor de la teoría de seguridad pública sobre las ventanas rotas, ni su derivado, tolerancia cero. No. Ahora fue el feroz defensor jurídico de Donald Trump, que provocó uno de los ridículos estadunidenses más sonados de los últimos cien años.
La carrera del italiano apuntaba a otros éxitos más sonados que esa pavorosa derrota ante su propia historia. En el inicio de su carrera como juez federal al servicio de Donald Reagan, Giuliani condenó a prisión perpetua a todos los herederos de la cosa nostra que había designado Carlo Gambino en su lecho de muerte. Paulie Castellano, John Gotti, Neil y compañía, ingresaron a cumplir sus condenas, pulverizando el poder de las familias norteamericanas y dejando en la orfandad a los consorcios de la construcción y de los transportes, protegidos siempre por la AFL- CIO, madre de todas las leyendas laborales.
Dieron entrada al escenario del compacto grupo de los Big Masters, siete viejitos representantes de los grandes monopolios de la droga, las armas, la farmacopea, las partes metal mecánicas, la pornografía snuff, el contrabando y la trata; desde entonces, manejaron el mercado mundial secundario de dinero.
Victorioso candidato a la alcaldía de Nueva York, abonó a su fama de incorruptible enfocando sus baterías a la historia de la Calle 42, escenario natural de la vida nocturna, con las juncales de todos colores, sex shops, vendedores ambulantes de drogas, sin la cual no se entienden las escenas más realistas del cine negro norteamericano. El pudibundo Rudolph Giuliani convirtió la sórdida calle 42 en una sucursal de Disneylandia, con todo y payasos, juguetes, dulces y esos discretos encantos del american way of life. Los sucesos del 11 de septiembre hicieron de Giuliani un héroe civil, nadie se explica el porqué.
El compositor Isaiah Berlin descargó en “God bless America” todo un himno de batalla contra los ejes del terror, localizados según los republicanos en las sociedades pastoriles del Paralelo 38, desde Corea del Norte, hasta nosotros. Decenas de pacatos y optimistas del panorama mexicano quisieron subirse a ese tren, declarándolo ganador de antemano. Se arrobaron –como siempre lo hacen– con lo proveniente de fuera, como esa teoría de la tolerancia cero. Se pelearon la titularidad y la oportunidad de poner en práctica esa franquicia que según ellos les garantizaba ignorancia ramplona de por medio, el éxito seguro para sus programas rancheros. Todos los regentes juraban con base en ella, que en cien días iban a acabar con la delincuencia organizada.
Se excedieron; se aplicaba igual contra la justa indignación de una niña violada que quisiera abortar un feto no deseado, contra cualquier encapuchado, contra los leperos de banqueta o contra la libre expresión y cualquiera que no fuera ni pensara como los que gobernaban.
Ahora que Rudolph Giuliani enseñó sus verdaderos atributos de vándalo de Trump en la toma del Capitolio, y de cuanto encargo le hagan en estos días, sus admiradores de antes, se convertirán en los denostadores de hoy, en la mejor tradición de la famosa Chimoltrufia.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.