Miguel Tirado Rasso
mitirasso@yahoo.com.mx
En un ambiente tormentoso por la renuencia de algunos a acatar reglas del juego que ellos mismos se han impuesto, a lo largo de los años y en distintas circunstancias, para hacer más transparente, equilibrada, pareja, abierta, incluyente. Vamos, más democrática la competencia electoral, el pasado domingo iniciaron las campañas políticas de la elección más grande de nuestra historia. Como ya lo hemos comentado, si bien importan todos los 21,368 cargos de elección popular en disputa, la batalla que preocupa más a la 4T es la de la elección de los 500 diputados del Congreso de la Unión, de la que depende, sin exagerar, el futuro del proyecto político de este gobierno.
Y es que, en el ánimo de su transformación, los de la 4T no quieren dejar huella del pasado y, sin miramientos y con prisas, buscan cambiar de facto lo que existe y, cuando no, con todo y sustento legal, para lo que es necesario, como todo Estado de derecho demanda, reformar las leyes para ajustarlas a modo. Contar, entonces, con una mayoría calificada, como la que actualmente tiene Morena en la cámara baja, se convierte en esencial, cuando la negociación y el debate no es lo suyo, la división de poderes estorba, a las iniciativas de palacio no se les permite cambiar ni una coma y el autoritarismo asoma a la ventana.
A través de los años, la legislación electoral se ha ido enredando más y más, por reformas a sus reformas, promovidas por oposiciones y minorías avasalladas políticamente durante muchos años. En la búsqueda de piso parejo, ante la preeminencia de un partido hegemónico y por razones de subsistencia y presiones democráticas, el orden jurídico fue ajustándose para abrir la participación a más actores políticos. La buena noticia fue que la apertura democrática se fortaleció con una base legal que permitió una mayor y más equilibrada competencia. La mala, que la circunstancia de un sentimiento de culpa aceptó y dio lugar a una enmarañada legislación que, para asegurar el paso de otras fuerzas políticas al poder, llegó a un extremo de regulaciones absurdas, como la prohibición a políticos de hablar de política en tiempos electorales, entre otras.
Los que afirman con orgullo que no son como los de antes, se quejan ahora de una legislación que, en muchos casos, ellos mismos promovieron, cuando en su calidad de oposición y fuerza política minoritaria demandaban piso parejo y una regulación más estricta que limitara los excesos de poder del entonces partido hegemónico (PRI). Tuvo que pasar mucho tiempo para que los hombres del partido en el gobierno, cobraran consciencia y tuvieran conciencia para abrirse a la competencia política.
En ese largo camino, las malas mañas también obligaron a buscar remedios legales. Un coctel de participantes, de razones, de intereses, de necesidades y de circunstancias cambiantes, derivó en una legislación que, con tantos parches, dista mucho de ser perfecta, pero que ha funcionado y amparado la alternancia democrática, con pruebas fehacientes.
La evolución de los responsables de la organización, conducción y vigilancia de los procesos electorales, también fue indispensable para que los votos contaran y se contaran de manera confiable. De los tiempos del partido único o casi, en donde la autoridad era juez y parte y la oposición no representaba una fuerza competitiva, aquellos de la dictadura perfecta (Mario Vargas Llosa, dixit), se pasó, gradualmente, hasta la autonomía e independencia de la autoridad electoral, porque, la sana distancia no fue suficiente para garantizar la transparencia y dar credibilidad a las elecciones en el país.
Un logro de todas las fuerzas políticas, de todos los actores de nuestro escenario político, fue la creación de una institución electoral ciudadanizada, el Instituto Nacional Electoral (INE), cuya principal cualidad y valor estriba, precisamente, en su condición de órgano de Estado autónomo e independiente. Algo que puede incomodar a algunos, pero que, por el bien de la protección y fortalecimiento de nuestra democracia, habría que defender a capa y espada.
Al árbitro electoral le toca la incómoda pero necesaria e indelegable responsabilidad de aplicar la ley y de observar su cumplimiento. Como decíamos, le ley electoral es producto del trabajo legislativo de todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión. Son los legisladores de las bancadas de los partidos políticos a quienes habría que reclamar, si fuera el caso, sobre algunas disposiciones que pudieran parecer demasiado severas, restrictivas y hasta injustas, quizás, ante una nueva óptica de la otrora oposición, que ahora disfruta de las mieles del poder, y que en el pasado demandaba como derechos mínimos para permitirles un piso parejo.
Censurar al árbitro y acusarlo de parcialidad, por exigir el cumplimiento de la ley, cuando afecta los intereses del partido en el gobierno, no habla bien de quiénes llegaron al poder avalados por la misma autoridad que ahora critican y hasta pretenden liquidar. El dirigente de Morena, Mario Delgado, tendrá que serenarse y mejorar sus argumentos de crítica o aportar pruebas de sus dichos, porque sus acusaciones son graves, particularmente en tiempos electorales, y podrían dar lugar a que los consejeros del INE, señalados, lo demandaran, mínimo, por difamación, lo que estaría enredando, aún más, la elección más grande de la historia de México, algo que es lo que menos necesita el país.
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