Luis Alberto García / Moscú, Rusia
* “Los Romanov hicieron algo por nosotros”.
* Estudiosos son pesimistas sobre la continuación dinástica.
* Los únicos herederos serían Gueorgui y María Vladimirovna.
* Autoproclamada emperatriz, es la primera en la línea femenina.
* Nacido en 1981, su hijo visita Rusia sin representación oficial
* Consideran que el heredero debe ser el tataranieto de Nicolás II.
Las apariciones públicas de Guiorgui Mijaílovich Romanov -último de los aspirantes al trono de la dinastía establecida en Rusia en 1613, único sobreviviente de la descendencia del apellido que se impuso autocráticamente hasta 1917, nacido el 13 de marzo de 1981 en Francia-, han llevado a la sociedad rusa a poner atención acerca de esa familia y su posible influencia.
Iván Varski, participante en la década de 1930 en el movimiento bolchevique que encabezó el líder revolucionario Vladímir Iliich Uliánov, Lenin, recibió con desagrado una catarata de afirmaciones positivas a algo que no debía tener lógica: “Los Romanov hicieron algo bueno por nosotros”.
Los estudiosos de la historia de Rusia han sido menos optimistas respecto a la continuación de la historia de los Romanov tras la muerte de la gran duquesa Leonida Georgievna, la última de los herederos nacidos antes de la Revolución, entre quienes únicamente restan Guiorgui y su madre, María Vladimirovna Romanov, nacida en Madrid en 1943.
A la muerte de su padre, Vladímir Kirílovich, María se convirtió en la primera de la línea femenina de los Romanov y en la jefa de la dinastía imperial rusa, autoproclamándose emperatriz y autócrata de todas las Rusias, luego de divorciarse del príncipe Franz Wilhelm de Prusia, bisnieto del kaiser Guillermo II de Alemania.
Antes de esa boda real, hubo un contrato previo con las casas imperiales rusa y alemana, mediante el cual el futuro padre de Gueorgui cambió su verdadero nombre por el de Mijaíl Pávlovich, convirtiéndose a la fe ortodoxa rusa, asumida como la religión oficial del zarismo desde antes de la aparición de los Romanov en 1613.
Desde entonces, madre e hijo se autoproclaman representantes legítimos de su familia desde la muerte de Vladimiro Kirílovich y porque la heredera María había prestado juramento dinástico y obligatorio a Rusia y a su difunto padre; sin embargo, hay otra rama de los Romanov que tiene una interpretación diferente sobre quién debe poseer la jefatura de la familia imperial.
Esa rama considera que el pretendiente debe ser Vladímir Romanov -de 94 años-, tataranieto de Nicolás I, emperador de Rusia y rey de Polonia, aunque ni en Moscú ni en Varsovia existan más las cortes imperiales, como en buena parte de las naciones europeas, acaso con monarquías constitucionales tradicionalistas, caras, parásitas y obsoletas.
María Vladimirovna estudió en España e Inglaterra, habla varios idiomas, ha sido representante y agente de relaciones públicas de afamadas empresas inmobiliarias, casas de modas y joyas en diferentes países, y reconoce a Gueorgui, su hijo único, como heredero al trono que dejó vacante Nicolás II tras su asesinato, y del fusilamiento de su hermano, en quien había abdicado y fue zar por un día.
Un Mijaíl Romanov fundó en el siglo XVII esa prolongada y trágica secuela de emperadores tocados por la mano de Dios –decían-, y un Mijaíl Romanov la concluyó. muerto y desaparecido por la hecatombe revolucionaria durante y después de la extinción casi total de ese apellido a partir de 1918.
El joven Romanov, soltero cotizado, quien pasa temporadas con su madre en la zona residencial de Puerta de Hierro en Madrid, es ahijado de Constantino de Grecia, hermano mayor de la ex reina Sofía de España, esposa del rey emérito Jun Carlos I de Borbón.
Gueorgui es robusto, de porte distinguido y de ojos verdes como los de su madre: pasó la infancia en su Francia natal y concluyó la licenciatura y maestría en negocios internacionales, visitando Rusia en numerosas ocasiones; pero sin llevar la representación formal de su familia.
Gran duque de Rusia y por tanto heredero natural a un trono que no existe, viaja con frecuencia a Bélgica, Luxemburgo, Rusia y las antiguas naciones socialistas de Europa oriental como fundador y socio de la firma Romanoff & Partners, desde la cual ofrece consultorías a gobiernos de la Unión Europea (UE) y del ex bloque socialista.
Apuesto, siempre bien vestido, el último de los Romanov va y viene a Rusia, tiene un excelente trato con el presidente Vladímir Putin y es recibido por altos funcionarios del gobierno, ministros y embajadores, popes y dignatarios de la Iglesia ortodoxa rusa, sin que falten los personajes respetuosos y nostálgicos del imperio perdido.
Así, en una saga que parece no tener fin, los historiadores rusos se encuentran una vez más en la tarea de indagar el pasado y tratan de sumergirse en él, empeñados en la sinuosa tarea de buscar al genuino zarévich o heredero del zar Nicolás II, asesinado con su familia –solamente se salvó el perro “Joy” o “Jimmy”- en Ekaterinburgo el 16 de julio de 1918.
La dinastía alcanzó la cúspide del poder europeo en la segunda década del siglo XIX, tras la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo el 18 de junio de 1815; sin embargo, casi un siglo después del fin del zarismo —luego de varios intentos fallidos de aplicar reformas económicas, políticas y militares— Nicolás II dejó tras de sí un país feudal, analfabeto y miserable.
Eso era Rusia antes de 1917, atrasada con respecto a sus pares europeos que, todavía, ven en María Vladimirovna a la próxima zarina en la nación que gobierna de Vladímir Putin, el “nuevo zar”, cuyo ascenso y dominio son evidentes, como asegura Steven Lee Myers, ex jefe de la oficina del New York Times en Moscú, quien mucho sabe de estas historias de ilusiones y desilusiones.
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