Adrián García Aguirre / Ciudad de México
* Su epopeya se inició con racismo y xenofobia durante la dictadura porfirista.
* Los chinos fueron mano de obra en los campos agrícolas del Norte.
* Hay chinitos-chilangos de la Alameda Central hasta la Zona Rosa.
* El racismo y la xenofobia hicieron víctima a esa comunidad.
* Hay origen y destino con su presencia en la historia mexicana.
* Trajeron sus sonrisas, los ojos rasgados, los leones y los dragones.
En un mar de confusiones y de risa loca para que no nos gane el llanto, en marzo de 2007 apareció públicamente en México un personaje rocambolesco, de novela policiaca, quien se hizo pasar por migrante chino naturalizado mexicano en noviembre de 2002, cuya documentación le fue entregada en la mano por Vicente Fox tres meses después.
El querido y respetado colega, maestro de periodistas, José Reveles, nos recuerda que el hallazgo por casualidad de 205 millones de dólares acumulados en la mansión de una zona residencial de la capital mexicana, inició las especulaciones sin que a la fecha apareciera ningún encubridor oficial en el caso de ese personaje que, noche y día, nos mostraron los noticiarios televisivos.
Se trataba del ya celebérrimo Zhenli Ye Gon, una de cuyas frases ya fue adoptada como parte del léxico nacional: “coopelas o cuello”, similar a aquélla de “te engañaron como a un chino”.
Estas palabras eran usadas para definir a los migrantes que, a fuerza y con violencia extrema, eran llevados desde sus tierras asiáticas hasta Cuba como mano de obra esclava para ir a la zafra en los cañaverales infinitos de la Antilla mayor.
Desde la Nao de China o Galeón de Manila que surcó el Mar del Sur entre 1565 y 1815 por una idea aventurera del vasco Miguel de Legazpi, navegando del Lejano Oriente al Acapulco virreynal con su carga maravillosa de sedas y porcelanas milenarias, especias y otros prodigios.
Tan valiosos objetos estaban destinados a las clases sociales rapaces y parásitas de aquella época, hasta la presencia del chino mexicano que nos puso a bailar un rap sin sentido, hay una historia de desgracias que apenas se conoce
Es la epopeya de la migración china a México que se remonta a mediados de la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1910), que promovió el racismo y la xenofobia, como resultado del rechazo que hubo en Estados Unidos a miles y miles de asiáticos que habían trabajado en el tendido de las vías del ferrocarril del Pacífico que unió a su territorio continental.
Al concluir aquella obra magna, los chinos llegaron al Norte de México para ser perseguidos durante más de tres decenios antes, durante y después de la lucha revolucionaria, acentuándose esa discriminación de 1920 a 1932, durante los gobiernos hegemónicos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calle.
Esos desvalidos fueron incorporados a nuestra cultura urbana contemporánea, que no parece olvidar la presencia centenaria de ese pueblo milenario que debió circular por todas partes.
Y si no que lo digan los comensales de cientos de restaurantes y otros negocios de chinos surgidos en Mexicali, en los mercados sobre ruedas de las urbes norteñas, en los tianguis y por las esquinas que ofrecen los productos “Made in China” o “Made in Taiwán” (de Shangai o de Beijing).
Esa presencia ahora se hace evidente en todos lados, aun cuando haya tenido que ser por medio de los aranceles y otras disposiciones comerciales como nos hayamos percatado de su existencia.
La historia es simple; pero también dolorosa, pues la migración de las primeras comunidades chinas al continente americano se dio principalmente por las espantosas situaciones de hambre y miseria y otras desastrosas condiciones sociales y económicas que prevalecían en la Xinhua de los emperadores y mandarines despiadados.
Recordemos que, además de su participación en el tendido de líneas férreas, la presencia china cubrió la necesidad de mano de obra en los campos agrícolas del Norte del país, principalmente en la comarca lagunera, las más de las veces explotados y engañados por seres sin entrañas ni principios.
Los sociólogos subrayan las características de los migrantes, definiéndolos como grupos con inquietudes, compuestos por personas emprendedoras y capaces que, en algún momento de su destino, tomaron la decisión y el riesgo de abandonar sus lugares de origen para buscar mejores horizontes.
Sin embargo, en ese proceso de reubicación se registran tragedias por los movimientos xenofóbicos de siempre, ésos que persiguen a cuanto extranjero camina por las calles o los campos, vigilados en todo momento.
Pero no es así en nuestra siempre generosa y noble ciudad de México, convertida en refugio de todos esos ciudadanos dedicados al comercio y a industrias menores, en barrios y calles como San Juan y el Buen Tono, Dolores e Independencia, Ayuntamiento, López y Marroqui.
Esas callejuelas están marcadas por la comunidad de las sonrisas y los ojos rasgados, con su colorido de leones y dragones de cartón alegrando sus desfiles y las fiestas del Año Nuevo de maromeros y equilibristas, cohetes y luces.
Su presencia también está en las chinas poblanas con sus trajes tricolores, los pollos al pastor que surgieron gracias a la comunidad oriental de Ciudad Mante, Tamaulipas, además de los más de dos mil restaurantes de chinos que se registran en Baja California, de Tijuana a Los Cabos.
Quienes participamos en el movimiento estudiantil-popular de 1968 conocimos a Mao Tse Tung y su Libro Rojo que lo regalaban a montones, sin que él y otros orientales hayan sido la excepción, para tenerlos presentes en el mundo del espectáculo, como aquel yucateco inolvidable, el “Chino” Herrera.
Este personaje personificaba en actitudes humorísticas a los chino-mexicanos, delicia del “Estudio Raleigh” de don Pedro Vargas, que también tenía como grandes personajes a León Michel y al pianista Alvarito.
En el ámbito cinematográfico quién no conoció el tradicional cine Palacio Chino de la calle de Iturbide, hasta con pagoda para imaginar un viaje fantástico, como si estuviéramos en el mismísimo China Town de San Francisco para ver a Fumanchú, otro inolvidable chino, personaje de las películas de terror a la mexicana que abarrotaba las funciones de matinée.
Aunque pocos fueran hijos o nietos de los migrantes, no olvidemos su paso por la Arena Coliseo inaugurada en 1947, donde se daba vuelo el Chino Mandarín, quien inventó la trapera Jadakajimi, especie de ahorcamiento que luego se hizo famoso entre los malandrines de Tepito que la usaban para inmovilizar a sus víctimas.
Por esos callejones cercanos a la Alameda Central se ubica aún el Barrio Chino, en cuyos restaurantes como el “Siete Mares” de la antes desbordante Lyn May descubrimos el Chop Suey de los menús de doble y triple platillo.
Todavía en la calles de Niza 34, en la Zona Rosa de la colonia Juárez, sobrevive entre exquisiteces como el pato laqueado y en su elegancia el Luau, no menos tradicional para la dizque gente bonita.
Capítulo aparte son los restaurantes tan típicos con platillos cuyo sabor y aroma han deleitado a los capitalinos por más de ocho décadas, como lo informan las crónicas de los viejos que todavía viven para relatar que el primer café de chinos lo abrió en los años veinte un migrante de apellido Li; pero sin precisar el sitio, tal vez en la calle de Dolores.
En el inicio del China Town capitalino al que llegaron los primeros migrantes orientales seguramente apareció ese establecimiento, visitado entonces por una clientela solitaria y taciturna, asidua a la combinación de guisos populares chinos y mexicanos con la vitrina de pan como exhibidor de los deliciosos bisquets o “pan de sal”.
Éste se acompañaba con nata y café con leche a precios accesibles, haciendo que esos lugares se multiplicaran para satisfacer el gusto de una clientela creciente, cuya aceptación por los cafés fue tal, que determinó que esa fuera la principal actividad económica de la colonia china en la ciudad de México.
Hoy aún funcionan los cafés del barrio de la colonia Pensador Méxicano -en las proximidades del Metro Normal-, cerca de Buenavista con el Circo Chino de Pekín; pero lo cierto es que, en el México de los años treinta a los cincuenta, tuvieron su apogeo.
Un un domingo citadino consistía en pasear con la familia o con la novia por la Alameda, ir al cine y terminar en la mesa o en la barra de un café de chinos para platicar y arrancarle el último suspiro al fin de semana.
El escenario era sugestivo para filmar películas de Juan Orol en la llamada “Época de Oro” del cine mexicano, reflejo de la vida cotidiana de la metrópoli, sin que faltaran las escenas en un café de chinos que exhibían a Antonio Badú, gángster a la mexicana que planeaba ahí sus fechorías.
Y a David Silva auxiliando a la vedette de moda, escondiéndola de los policías en otro café, cuyos cristales muestran como fondo letreros en cantonés y dragones decorando las paredes.
Junto con su significado, los cafés de los migrantes chinos y su descendencia tomaron un sentido especial como fuente de recursos que les permitió sobrevivir y encontrarle sentido a sus existencias.
Así se apoyó la formación y educación de muchas familias que se han integrado a la sociedad mexicana sin dejar las estufas, los hornos y su pasión por el trabajo, dando paso al surgimiento de nuevas generaciones de chino-mexicanos que preservan su identidad.
Los chinitos-mexicanos son totalmente ajenos al personaje siniestro del inicio de esta crónica, que ha puesto en jaque con sus mentiras a otros mentirosos, a policías y ladrones, protagonistas de historias que, a querer o no, ya pertenecen al imaginario colectivo que nos han dejado los hijos del Lejano Oriente desde que pisaron las tierras indias del México nuestro.
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