Miguel Ángel Sánchez de Armas
Se tiene la idea más o menos generalizada de que el escritor es un artista, un creador que persigue un fin superior y que si se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social” entra en un pantano y corre el riesgo de que sus creaciones dejen de ser literatura.
Por eso, arguyen algunos, se caen de las manos las páginas del “realismo socialista” o del “realismo fascista” y mueve a risa el autor al servicio del amado líder Kim Il-Sung.
Dicho lo anterior, no se me escapa que cuando el creador es fiel a sí mismo y a su oficio, su obra puede ciertamente tener consecuencias en el mundo de la política, pues la creación artística tiene profundidades inalcanzables para la astucia del hombre público.
En lo inmediato, el puño del funcionario cae sobre el escritorio como el mazo de Thor y en ese instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón, La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán, Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa, Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales, No me voy a casar es clausurada a punta de bayoneta y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el calabozo …
Un largo etcétera para el que no tendría espacio. Pero al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que el nombre de sus verdugos corre el peor de los destinos: el desprecio y el olvido.
¿Quiere esto decir que los escritores que salen en defensa de los derechos humanos, los que se manifiestan en contra de las dictaduras y el despotismo, contra la corrupción, los que defienden las causas sociales son buenos escritores y que, a contrapelo, los escritores de Estado, los intelectuales orgánicos -como diría el llorado Gramsci- son unos palurdos que no hacen literatura, sino libelos?
La Hija de María Morales me reconviene: Sartre decía que el marxismo nos enseña por qué Paul Valéry es un escritor pequeñoburgués, pero no nos enseña por qué no todos los pequeñoburgueses son Valéry. Que resulten poco respetables o poco dignos los escritores que se ponen al servicio de un régimen no les resta necesariamente valor literario.
A Borges lo señalaron en innumerables ocasiones por avalar al régimen. Querían que fuera un revolucionario pasados los 80 años. ¿Eso le restó valor o calidad a su producción? ¿Le quitó su sitio en la literatura no sólo latinoamericana sino universal? De ninguna manera.
Guillermo Cabrera Infante declaró en muchos tonos su desacuerdo con Castro cuando los marxistas apostaban por la probidad y el liderazgo histórico del comandante, lo cual no mermó un céntimo la creatividad del autor de Tres tristes tigres.
Están también Ernesto Cardenal y Nicolás Guillén, quienes encajarían en la categoría de escritores de Estado. Recordemos el poema de Guillén que haciendo loa del naciente régimen castrista dijo: Cuando me veo y toco / yo, Juan sin Nada nomás ayer / y hoy Juan con Todo / y hoy con todo / vuelvo los ojos, miro / me veo y toco / y me pregunto cómo ha podido ser […] Tengo, vamos a ver / tengo lo que tenía que tener’.
En fin, cuando un escritor se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social”, sigue escribiendo, pero sus libros sólo serán literatura si no pierde la calidad de buen escritor. Ayudará más o menos a su causa si escribe bien o mal.
Mi conclusión es que la enseñanza del marxismo de que no existe neutralidad es vigente. Todos adoptan una posición política, pero eso no los define como escritores. Simplemente hay buenos y malos escritores, cuya elección política toma rumbos inciertos.
Una muestra la tuvimos cuando Orhan Pamuk recibió el Premio Nobel de literatura 2006.
Apenas se supo en Estambul, los funcionarios corrieron a cepillar los trajes ceremoniales, recortar los bigotillos y lustrar las botas para dar la mejor imagen a la prensa internacional (la nacional andaba de juerga con la leal oposición).
Pamuk fue elevado a epítome de la grandeza, valores y fuerza espiritual presagiados por Kemal Ataturk. En el olvido quedaron el denuesto, el acoso, la agresión contra el escritor que había sido llevado a los tribunales acusado de “insultos a la turquedad” (sic) por la impertinente sugerencia de que el país aceptara su responsabilidad en la masacre de un millón de armenios y treinta mil kurdos durante la primera guerra.
Como Turquía se había postulado para ingresar a la Unión Europea y el voto estaba sobre la mesa en Bruselas, el Nobel a uno de sus ciudadanos logró el milagro de que desde el presidente para abajo el régimen declarara su absoluta identificación con los valores de la libertad de pensamiento y expresión.
Esto quizá haya divertido a Pamuk, quien en 1998 declinó el capelo de “Artista de Estado” que las autoridades de su país quisieron endilgarle.
Un año antes había dicho en una entrevista, después de razonar que involucrarse en la brutal política cotidiana mata lentamente el espíritu creador:
“Turquía es una nación salvaje. No hay lugar para otras comunidades religiosas, étnicas o lingüísticas. Si Jesucristo fuese un policía turco sería corrompido en diez meses. A diario se dan a conocer escándalos vergonzosos, pero nada cambia. Quiero vivir en una sociedad en donde a las personas no se les arreste por sus pensamientos”.
En 1939 en The Atlantic Monthly, Archibald MacLeish publicó “Poetry and the Public World” en donde habla de cómo la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante.
Dice MacLeish: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad con la cual el espíritu único debe, pero no debe, hacer su paz. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”
Desde su perspectiva, el meollo del asunto no es si la poesía “debiera” tener que ver o no con la revolución política. “El asunto de fondo es si la poesía es de tal naturaleza, y la revolución política es de tal naturaleza, que la poesía pueda tener que ver con la revolución política, ya que se puede proponer que la poesía debiera hacer tal cosa o no debiera hacer aquella […]: la poesía no tiene más leyes que las leyes de su propia naturaleza.
“La verdadera maravilla no es aquella que los diletantes literarios dicen sentir: la de que la poesía deba ocuparse tanto de un mundo público que tan poco le concierne. La verdadera maravilla es que la poesía se ocupe tan poco de un mundo público que le concierne tanto”.
Cambiemos el concepto “poesía” por el de “literatura” y quizá tengamos una respuesta al dilema de la relación entre el creador literario y el mundo de la política.
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